Este tipo de creencias, y la consiguiente quema en la hoguera, pervivió hasta finales del siglo XVIII. En 1781 se emitió el último auto de fe en España que condenaba a la hoguera una bruja. Fue en Sevilla y la ajusticiada, una joven ciega conocida como la «beata Dolores».
Nacida en el seno de una familia sevillana muy cercana al clero, a la temprana edad de doce años pasó a vivir con su confesor, el cual la acusaría antes de morir de acercarse a su cama para mortificarle la conciencia.
A la muerte del reverendo, la joven ingresa en las carmelitas en el convento de Marchena.
Años más tarde, se propaga la idea de que esta sevillana mística hablaba con su Ángel custodio y con el Niño Jesús. La descripción de sus visiones aturdió a propios y extraños, debido a los pormenorizados detalles a los que aludía, a pesar de su ceguera.
El rumor continuó extendiéndose y ampliándose con más y nuevos poderes del demonio. Hasta que en julio de 1781 se inició el proceso por brujería.
Un mes más tarde se ejecutó la sentencia en el auto de fe celebrado en la iglesia de San Pablo.
Desde el alba, sin temor a la fatiga estival, la muchedumbre se dirigió hacia el convento… Mientras, por el Altozano de Triana, “sólo se divisaban cabezas sin cara, expectantes de ver salir a la siniestra comitiva del castillo de San Jorge” relata María Lara en su libro «Pasaporte de bruja».
Aquel día, después de la lectura de una interminable sentencia de 157 páginas, la beata Dolores fue conducida a la plaza San Francisco, donde recibió garrote ante una enfervorecida multitud, que esperó hasta ver arder en las llamas el cuerpo de la joven sevillana.
Este sería el último caso de brujería sentenciado por el Tribunal de la Inquisición, ubicado en el Castillo de San Jorge.